El otro taxi
Fue a punto de irme de Buenos Aires, en una de esas rachas prolongadas en las que se la pasa uno subido a un coche. Durante aquella estadía, cada taxi había sido uno y todos: tapizado de ruido--eso que denominan música "de las masas"--, conducido por un cacofónico peripatético que depositara en mí toda su sabiduría, o simplemente carente de un dispositivo de aire acondicionado que mitigara el peor de las posibles Buenos Aires. El caluroso y vacío Buenos Aires de enero.
Una vez más, extendí el brazo. Dispuesto a recibir el castigo de un último olvido y malhumorado por la férrea norma de la distancia entre los puntos de partida y llegada--aquejado por el espacio, bah--, abordé la barca aurinegra del enésimo Caronte en busca del preciado libro faltante.
--¿Adónde vas?
--Buenas. Corrientes y Pellegrini, por favor.
--...
De pronto, la calma, la atmósfera fresca. El comfort del automóvil recién adquirido. Guarecido de Buenos Aires por una muralla cristalina, al fin en paz, sonreí al concluir que en el momento menos esperado todo es como se desea. Arrellanado como un noble en una procesión, disfruté la única radio porteña de jazz que anotara en mi partitura el recuerdo de alguna plácida tarde, otra tarde, en New York.